Mas que un blog, es un bloc.

jueves, 2 de febrero de 2012

La casa de Lucho



Yo había llegado a visitar su casa como nunca, esa vez porque andaba lloviendo y a su motocicleta se le habían roto los frenos, y además porque Lucho (que no lo aceptaba) se había molestado, no sé por qué cosas, con su chica de turno, una morena llamada Daniela, de grandes ojos negros y cabello largo, larguísimo y negro, lo que lo dejaba en un letargo en las tardes de verano, donde no salía por horas de su cuarto, y eso a mí también me jodía la billetera, porque era Lucho el que venía a mi casa o me recogía para ir al bar a conversar. Él se quedaba en el tercer piso: cortinas anchas y grandes, y 1 ventana gigantesca (2, si contamos a la puerta eternamente abierta)  con vista al valle, río y sunset incluido. Me acuerdo que lo visité como de casualidad, pero Lucho ya sabía de mi reciente adicción a los lilibros(mucho tiempo después me habría de decir que Massa le había contado el incidente en su casa –mochila rota, bam, 3 novelas ya no tan secretamente robadas, y muchos perdóname cholo, necesito leer porque acá no tengo nada y el gringo cagándose de risa y diciéndome te los regalo, te los regalo) y lo primero que hizo fue llevarme a la biblioteca, con una celeridad por la que hasta ahora le estoy agradecido, pero que estoy seguro para él fue un acto automático, de reflejos puros.
De ahí lo visité diario, o casi diario, repartiéndome el tiempo que me restaba de las vacaciones entre su biblioteca (122 libros, contados a vuelo de pájaro) y la de mi abuelo, que era mucho más grande, pero también mucho más vieja, o lo que es lo mismo,  con libros enormes, y exageradamente aromados que no cabían en mi mochila.  A cambio de los libros y los almuerzos ocasionales, a Lucho le limpiaba la casa, porque ya no había dinero para el servicio, y porque era además lo único que yo sabía hacer medianamente bien, porque no me molestaba hacerlo y porque de hecho lo disfrutaba. Todos los días la ceremonia de limpieza iniciaba, seis, siete de la noche. Antiestrés, mi pincho, me decía, riéndose a más no poder. Luego se quedaba callado y no hablaba en toda la noche. Otros días me miraba mientras lavaba los platos y me ofrecía tabaco Las veces que no le contestaba, me decía bien, espero que lo próximo que escribas esté bueno. Solo ahí me daba cuenta de los cigarrillos y nos reíamos, yo porque pensaba que me conocía bien, y él porque a esas alturas ya había prendido un cigarrillo y ya estaba achinado, rasgadísimos ojos, todo un oriental. Era ahí cuando cogía sus-mis libros y me iba, seguro para desvelarme escribiendo.

1 comentario: